Antes de recalar en la próxima edición de la Quincena Musical Donostiarra, esta producción del Festival de Spoletto de la ópera Las bodas de Fígaro, la primera de la trilogía Mozart-Da Ponte, ha llegado en dos únicas funciones al Teatro Auditorio de la localidad madrileña de San Lorenzo de El Escorial, como el plato fuerte de su festival de verano, en el que un año más ha apostado por un título lírico en su programación.
Y lo ha hecho con la régie de Giorgio Ferrara, que plantea una propuesta de corte minimalista, sin apenas decorados, donde diversos telones pintados enmarcan el escenario y el mobiliario va cambiando levemente en cada uno de los actos, dejando al espectador en muchas situaciones hacer volar su imaginación. No hay guitarra con la que Susanna acompaña a Cherubino en su aria del segundo acto, no hay armario donde el paje se oculta, y tampoco existe ventana por la que el joven enamoradizo se arroja al jardín, también inexistente. La impresión general que produce esta pintoresca puesta en escena de empolvados rostros es que, pese a su llamativo colorido y nada escaso movimiento escénico, lo intrincado de las situaciones teatrales, que hacen de esta deliciosa y genial ópera un galimatías en lo argumental, no se han visto resueltas con demasiada habilidad para hacerle más fácil la tarea al espectador.
Por otra parte, por lo exacerbadamente multicolor y colorista, algunos figurines rebasan lo estridente, como es el caso de los recargados trajes del Conde Almaviva, ocurrencias debidas a Mauricio Galante, responsable del vestuario, quizá con la pretensión de ridiculizar la pompa de este personaje, en ocasiones de estética casi “draculiana”. También llama la atención lo chillón de la peluca y el traje amarillos que viste la Condesa en su habitación, y lo chocante de los vestidos cuasi circenses, de colores verde y rosáceo, de Cherubino, tocado con sombreros en forma de cono.
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martes, 25 de julio de 2017
miércoles, 5 de agosto de 2015
El "Don Carlo" de Boadella: desbaratando la leyenda negra
Se levantó el anatema en El Escorial durante tantas décadas mantenido con la ópera Don Carlo.
Por fin su Teatro Auditorio, situado a escasos metros del emblemático Monasterio,
saldaba la deuda con la monumental ópera de Verdi acogiendo en su no demasiado
consolidado festival veraniego tres únicas representaciones de una obra que
alimenta aún hoy la leyenda negra (más para unos que para otros) del monarca
Felipe II respecto a la muerte de su hijo, el infante Don Carlos.
Y ahí estaba Albert Boadella, director artístico de los Teatros del Canal y consumado hombre teatral, estrenándose
como director operístico para desbaratar esa leyenda negra y pretender hacer
justicia a la historia de España revisitando el argumento pero según él dejando
intacta la música, algo que debemos poner muy en entredicho, pues en esta su
propuesta de la ópera italiana en cuatro actos, opta, como hacen algunos directores, por
combinar música de las diversas versiones que posee la obra, circunstancia aquí visiblemente apreciable en el final de los actos tercero y cuarto, y
suprimiendo como viene siendo habitual el acto de Fontainebleau.
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