sábado, 26 de enero de 2019

“El oro del Rin”: desvirtuar el mito

Con El oro del Rin, prólogo de El anillo de los nibelungos, el Teatro Real emprende en cuatro años consecutivos la Tetralogía de Richard Wagner en una nueva apuesta tras la de Willy Decker de hace unas décadas, desastrosa y fallida para muchos. En este caso nos llega la visión del reputado regista canadiense Robert Carsen, mano a mano con el escenógrafo y figurinista Patrick Kinmonth, en una producción de la Ópera de Colonia que abandona toda alusión explícita al tradicional mito wagneriano para optar por una lectura contemporánea regida por el componente ecológico y el miedo a la destrucción de la naturaleza por la avaricia del poder.


Como decimos, en un nuevo intento por actualizar el original y acercarlo a la sociedad de nuestros días, por ser en gran parte su reflejo, Carsen diseña una dramaturgia que realmente le funciona, porque tiene su propia lógica, pero que en su cúmulo de matices contemporáneos vuelve a desvirtuar una vez más la esencia misma del drama wagneriano, mitológico por antonomasia. Las otrora excelsas Hijas del Rin se han reconvertido en tres degradadas y harapientas jóvenes que custodian el oro en un páramo cochambroso en el que la sociedad vierte residuos, los gigantes Fasolt y Fafner son obreros que mediante grúas y pilas de hormigón se han esforzado en construir la propiedad inmobiliaria de un grupo de burgueses que encabeza el dios supremo, Wotan, que aquí es un militar en horas bajas con múltiples medallitas que pierde pompa al carecer de condición divina, como todos sus compañeros. Donner ha cambiado su martillo por un palo de golf. Las manzanas de Freia se alojan en un maletín del que los burgueses se sirven ávidamente. Loge es un astuto y elegante negociador que aparece montado en bicicleta en el momento más oportuno, que es la exigencia de pago por parte del lumpenproletariado por haber erigido este neoValhalla.

Poco afortunado a nivel escenográfico por irreal resulta el subterráneo y lóbrego Niebelheim, donde vemos a un tiránico y temible Alberich sometiendo a sus esclavos para fabricar su ilimitado tesoro. Como primera muestra del efecto devastador del anillo, el cadáver de Fasolt quedará a la vista de todos, en primer término, mientras los “dioses” entran en su nueva morada, hacia la cual no hay arco alguno, sino copos que caen, un efecto carente de grandeza que no llega a convencer y resta majestuosidad al remate escénico. En vista de toda esta galería de personajes y detalles, parece que asistimos a un nuevo ejemplo de la sociedad de clases, llevado a escena hasta la saciedad por la gran mayoría de los registas que se proponen revisitar la Tetralogía.

Al margen de la escena, este proyecto cuenta (y contará en los próximos tres años) con la participación de Pablo Heras-Casado, reconvertido en el segundo director del coliseo lírico madrileño, para acometer la dirección musical del más ambicioso de los dramas wagnerianos. Este Das Rheingold ha supuesto su prueba de fuego no en Wagner, pues ya dirigió aquí El holandés errante, sino en la Tetralogía, pero su planteamiento musical no ha sido todo lo satisfactorio de lo que podría preverse. Dirigir Wagner no es nada fácil, y para ello se necesita inmersionar profundamente en una música sinfónica que va narrando y vehiculando de principio a fin (dos horas y media en el caso de este prólogo) todo lo que acontece en escena. Y se ha echado quizá de menos en ocasiones un mayor hermanamiento, una comunión indisociable entre foso y voces. Bien es cierto que la estimable batuta de Heras-Casado consiguió momentos muy acertados en el diseño del crescendo inicial, con su suma continua de instrumentos, y en los inquietantes y siempre efectivos interludios orquestales del Niebelheim, apoyándose en una sólida y compacta Orquesta Titular del Teatro Real que responde con toda su potencia sonora, materializado en los vigorosos metales, en lo que se constata la importancia que ha querido conferir el director granadino al componente acústico.

El reparto vocal ha realizado un esfuerzo considerable, pese a las desiguales aportaciones. El Wotan del bajo Greer Grimsley, de canto escasamente matizado, acusa cierto esfuerzo pese a mantener el tipo durante toda la función, siendo más evidente el carácter esforzado de su prestación en la tesitura más aguda. El tenor Joseph Kaiser compone un muy digno Loge, contrapunto ideal y muy musical a la seriedad del drama, manifestando su actitud de independencia respecto a sus colegas. Simplemente correctos el Froh de David Butt Philip y el Donner de Raimund Nolte, carente de solemnidad éste último en su momento previo a la entrada de los dioses en el Valhalla. Extraordinario resulta el Fasolt de Albert Pesendorfer, rotundo en volumen y presencia escénica, que competía en graves con su compañero y posterior asesino por la codicia del anillo, Alexander Tsymbaliuk. Uno de los grandes triunfadores de la noche es sin duda el sensacional bajo coreano Samuel Youn, cuyo Alberich impresiona por su carácter siniestro y profundamente desgarrador, diseccionando el texto, y el Mime del español Mikeldi Atxalandabaso es magnífico por su sentido de la teatralidad y su medido histrionismo. Las mujeres quedan un tanto eclipsadas ante tanta presencia masculina, pese a que la Fricka de la mezzosoprano Sarah Connolly intenta imponerse en su sufriente autoridad; Sophie Bevan enternece como una acosada Freia, y la aparición estelar de la contralto Ronnita Miller como la diosa Erda tiene ese carácter ultraterrenal entre la amonestación y la advertencia. Por fin, las tres hijas del Rin, Isabella Gaudí, María Miró y Claudia Huckle, cumplen con no más que corrección sus cometidos. A la espera estamos ya de la primera jornada del Anillo, La valquiria, y toda la componenda ecológico-burguesa del señor Carsen.


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