Cual ritual anual, mi vocación periodístico-musical me lleva a levantarme la mañana del 1 de enero para presenciar el Concierto de Año Nuevo de Viena. La verdad es que la tradición de ver el concierto más televisado del mundo a través de la ORF (a unos 100 países) está suponiendo un mero trámite carente de expectación al constatar que en los últimos años este evento en sí mismo ha perdido bastante del interés que suscitaba hace décadas.
No hay que negar que siempre es grato y placentero predisponerse cada primero de año para la escucha de un rosario de piezas bailables de la familia Strauss y sus contemporáneos, algunos de los cuales se descubren gracias a esta cita anual, ejecutados por la orquesta más prestigiosa y afamada del mundo entero, que acomete este repertorio con la facilidad con la que se respira, algo que por otro lado no han conseguido hacer ciertos directores que han sido invitados a dirigir este concierto y que han sido orillados fulminantemente, como fue el caso del venezolano Gustavo Dudamel, por citar un solo ejemplo, cuya única participación pasó sin pena ni gloria.
Pero cuesta reconocer que el coto cerrado de directores que en los últimos años están empuñando la batuta está convirtiendo este visionado musical matinal del 1 de enero en un espectáculo frío, tedioso y hasta insulso. Sí, porque la pléyade de maestros que se congregan en la Sala Dorada de la Musikverein de Viena están sirviendo un concierto muy bien dirigido, con sus apreciables diferencias entre ellos, pero sin aportar el valor añadido que debería atesorar esta ya legendaria experiencia cultural, cual digna herencia gloriosa de los Willi Boskovsky, Lorin Maazel o Carlos Kleiber, épocas que desgraciadamente no volverán ni en lo estrictamente musical ni en cuanto a la significación y relevancia del Concierto de Año Nuevo como evento cultural y acontecimiento público de masas -mucho menos entonces que ahora, con la cantidad de medios y plataformas audiovisuales que actualmente lo retransmiten y los oyentes y espectadores a los que llega-.
Tómese a la cantera de los últimos tiempos, los grandes popes como Barenboim, Mehta -¿por qué no vuelve éste, por cierto?- y el ya omnipresente Muti, o los que son de generaciones posteriores, como los Welser-Möst y Thielemann, como ha sido este último el elegido en el presente año -con el paréntesis de Andris Nelsons-. Estilos muy diferentes, direcciones muy personales en cada caso, más idiomáticas unas que otras, pero revistiendo al concierto sin más de un desfile de piezas conocidas y/o nada conocidas por el gran público. Lejos quedan las bromas, la simpatía y la identificación con el público de los directores del pasado. Se ha instalado en Viena, y en muchas otras plazas europeas, la práctica del director seriote y adusto, cuando no impertérrito, que dirige sin apenas ganas y como por inercia. De esto se ha visto mucho en Viena los últimos primeros de enero y el de este 2024 ha venido a suscribirlo más que nunca con letras doradas para los anales de la historia.
Christian Thielemann, el teutón de 64 años de mirada gélida e intimidadora, de boca con inexpresivos pliegues que se antoja línea horizontal pintada en el rostro, el remedo de mariscal de campo prusiano -podría ser el mismísimo Bismarck o Radetzky pero en modo barbilampiño, y, Dios me perdone, cuando no un lugarteniente del NSDAP-, el genial director operístico que hace plena justicia a Wagner y al otro Strauss -el bávaro, Richard, ese que renegó del nazismo- y que dirige de manera igualmente espléndida cualquier otro repertorio con su Staatskapelle de Dresde, como le hemos escuchado, por ejemplo, en comedia musical americana; ese mismo, Thielemann, repetía el 1 de enero de 2024 tras un no menos frío debut vienés en 2019. La Filarmónica de Viena le recibía con una muy significativa complacencia, y se dejó hacer por su casi continuo hieratismo durante toda la velada, exhibiendo el acostumbrado sonido compacto y homogéneo de este reloj suizo de orquesta.
Frente a siete obras de Johann Strauss hijo, una de Josef y otra de Eduard, Thielemann optó como otros directores por incluir primicias o novedades en el concierto de compositores coetáneos menos prodigados como Karl Komzák, Joseph Hellmesberger hijo, Carl Michael Ziehrer o Hans Christian Lumbye, así como un pequeño homenaje al austriaco Anton Bruckner con motivo del bicentenario de su nacimiento en 2024, a lo que se sumó el documental de Felix Breisach en el descanso del concierto protagonizado por dos avispados niños de la escolanía de la Abadía de San Florián en Viena tan vinculada a Bruckner como organista que como en un viaje fantástico recorren las principales ciudades que frecuentó el compositor, como su villa natal, la más rústica Ansfelden, y la señorial y montañosa Linz, mientras músicos de la Filarmónica vienesa interpretaban música de cámara y sinfónica del autor, antes de concluir el trabajo audiovisual con esa belleza de motete sin acompañamiento, Locus iste, el más popular de Bruckner, que niños y adultos de San Florián entonan en un clima de gran recogimiento ante la tumba del devoto músico.
Tras una bien marcada Marcha del Archiduque Albrecht del checo Karl Komzák, llegó una lectura de tempi un tanto morosos de Bombones vieneses, uno de los valses de más hermosa factura de Johann hijo. Se puso de manifiesto que Christian Thielemann no se dejaba llevar en exceso por el rubato, pero en ocasiones se percibió escasa flexibilidad y cierta rigidez en la articulación de las frases. Eso sí, en los valses el berlinés remarcó con pujanza las frases conclusivas, como apreciamos en el bello vals Para todo el mundo de Hellmesberger hijo, donde en la nota final colocó un efectivo crescendo tras un diminuendo. Uno de los pocos juegos con las dinámicas del maestro alemán. Antes había sonado la distinguida Figaro-Polka de Johann, dedicada a esta cabecera francesa. Concluyó la primera parte con Sin frenos, la polca rápida que el benjamín Eduard dedicó a la Compañía de Ferroviarios y que recuerda a otras más famosas de Johann como Al vuelo.
En la segunda parte resultaron de interés la famosa obertura de la opereta Waldmeister (El maestro del bosque) y el Vals de Ischl, segundo vals póstumo de Johann dedicado a la montañosa ciudad imperial de Bad Ischl que este 2024 es Capital Europea de la Cultura, tras lo cual vino una sucesión de polcas lentas de Johann y Eduard (las dos primeras fueron la descriptiva Polca Ruiseñor con sus trémolos y Manantial de la montaña -o también traducida como La alta fuente-), en las que, como en gran parte del concierto, Thielemann dejó de marcar el ritmo y dejó tocar a la orquesta como es el caso de otros directores, para subrayar luego con detallismo a la cuerda en la Nueva Polca Pizzicato de Johann, técnica que volvió a aparecer en la Polca Estudiantina de un ballet de Hellmesberger hijo, La Perla de Iberia.
Mientras sonaba un muy paladeado vals Ciudadano de Viena de Ziehrer -de enorme belleza en la tanda de melodías y una firma bastante straussiana- pudimos ver a 5 parejas del Ballet Estatal de Viena con una escasamente elegante coreografía de Davide Bombana que vestía a los chicos con camisetas negras sin mangas. Todo lejos del refinamiento de otros tiempos. Antes vimos a una Sisi Emperatriz rediviva en la bailarina georgiana Ketevan Papava junto a su partenaire en una anodina coreografía de Bombana en el balneario de la ciudad de Ischl, mientras sonaba el anteriormente aludido vals de Strauss. La orquestada Cuadrilla de Bruckner -una sucesión de aforísticos números de danza en origen para piano a cuatro manos- fue una curiosidad de escasa relevancia que no quedó más que en eso, una temprana obra que podría seguir viviendo el sueño de los justos.
La joya de vals Delirios de Josef hizo diluir la monotonía tras el oportuno galop intitulado ¡Feliz Año Nuevo! del danés Lumbye, y el concierto matinal más famoso de la historia concluyó con las tres propinas de rigor, en esta ocasión la Polca jockey de Josef y sendas versiones de los manoseados Danubio Azul y Marcha Radetzky, que vienen a engrosar sin más la larga lista de ediciones en un evento mediático que raya lo plomizo, máxime si no hay ni una mínima sonrisa ni un amago de desencorsetar la música de baile vienesa por parte del maestro de ceremonias. Pese a todo, ¡feliz 2024!
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