Como apunta Paco Mir,
artífice de este divertidísimo montaje en tiempos modernos, la particularidad de la obra reside en el hecho de que el autor americano ofrece completa libertad para que el director de escena
desarrolle su propia visión escénica, sin incluir acotaciones precisas ni detalles concretos para la disposición de los personajes.
El elemento satírico y paródico, base que sustenta toda la obra, se pone de manifiesto ya desde el primer momento de la representación, cuando las cinco voces, saliendo desde dentro de las cortinas rojas que a modo de telones componen la escueta escenografía, lanzan a los espectadores chistes irónicos y con mucha intención dirigidos en forma de burla hacia sus compañeros “rivales”.
El elemento satírico y paródico, base que sustenta toda la obra, se pone de manifiesto ya desde el primer momento de la representación, cuando las cinco voces, saliendo desde dentro de las cortinas rojas que a modo de telones componen la escueta escenografía, lanzan a los espectadores chistes irónicos y con mucha intención dirigidos en forma de burla hacia sus compañeros “rivales”.
En el curso de las situaciones teatrales presentadas a lo
largo de esta metáfora de la ópera, carente de una línea argumental definida,
son parodiadas sin cesar mediante cómicos gags en completa interacción con el público
las mismas convenciones y estereotipos de los cantantes de ópera tradicional: el divismo de la soprano (y la generalizada opinión de que no se la entiende al cantar, debiéndose traducir todo lo que dice), las
quejas del tenor respecto a la ausencia de un "aria" con do de pecho, el papel
secundario e ínfimo del displicente bajo, los reparos de la contralto por
emitir su nota con la afinación adecuada, un dúo con hilarantes variaciones... A
esto se une la propia crítica de cada uno de los cantantes del papel que están
obligados a desempeñar en una “ópera” un tanto absurda, cuyas
características que definen los cerrados números musicales que la componen son previamente
presentadas y expuestas por los propios protagonistas mediante parejos recitativos, como en una suerte de ensayo.
Todo está muy conseguido e hilvanado a través de una hábil y
dinámica dirección actoral y un uso eminentemente teatral de las luces frontales
y especialmente cenitales que aportan al conjunto una enorme amenidad, frescura
y una riqueza de movimientos que evitan el hastío que podría producir una obra
minimalista al uso.
La música que se nos presenta, por su mismo carácter
minimalista, se compone de esas aludidas cuatro notas del título (re, mi, la si)
que son dispuestas en múltiples combinaciones melódicas que parecen no agotar
nunca el reducidísimo espectro de posibilidades. Precisamente esa estructura
tan básica y simple de la música, encerrada en la autolimitación estética que ha
impuesto el autor mediante recitados, ritmos y melodías repetitivas (las cuales
nos traen en ocasiones alguna reminiscencia del estilo de Satie), no concede en ningún
momento espacio a expansiones de lirismo ni de sentimiento (pareciendo algo ridículo el catalogar al doliente único “aria” del tenor como de índole emocional), sino
que la impresión general denota un cierto mecanicismo vocal, cuando no pretenciosa
pirotecnia vocal en el caso de la soprano.
En esta producción Mir cuenta con un entregado elenco vocal del
que se exige lo mejor en ese incesante ir y venir de los cinco personajes por
la escena. De cara al espectador, tan importante es lo que se articula
vocalmente como la propia actuación, por lo que el trabajo general requiere
unas grandes dotes músico-teatrales por parte de todos los cantantes-actores. La
mayor baza de la función se la lleva sin duda la soprano Ruth Iniesta, la cual aporta su habitual y atractiva desenvoltura
escénica; sus toques de coquetería van de la mano de su privilegiada voz repleta de frescura y de una pasmosa facilidad
para la coloratura en la intencionadísima emisión de escalas y picados,
compitiendo con la no menos efectiva presencia escénica de la mezzo (quejumbrosa contralto
en la obra) Ana Cristina Marco, que
oscila del registro más grave al más agudo con brillantes resultados. El
barítono Axier Sánchez luce con apostura
escénica su timbrada voz mientras que el tenor Francisco Javier Sánchez destaca sobradamente en su registro más cómico
que le es asignado en su personaje, y por último, el bajo Francisco Crespo, de una muy profunda tesitura plena de armónicos,
cumple con rigor su papel de segundón ante tanta correría de sus compañeros. La
participación en ciertos momentos de la pseudotrama del preciso pianista acompañante Javier Carmena en su muy rítmica
pulsación, completa este reparto en el que lo aparentemente sencillo de la
partitura engancha al espectador a lo largo de hora y cuarto de duración que se
hace verdaderamente breve gracias a la gran intuición teatral de Paco Mir y las cualidades
escénicas de todos sus colaboradores.
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