martes, 1 de noviembre de 2016

"Norma" en el Real: cuando los árboles no dejan ver el bosque

Está ampliamente aceptado que en una ópera belcantista italiana son las voces las únicas que determinan el éxito o el fracaso de la función, pues lo más importante de la esencia e idiosincrasia de este estilo musical es el propio canto, que late continuamente en voces y orquesta. En una ópera como Norma de Bellini no hay lugar para dudas, pues la concepción de la puesta en escena puede ayudar más o menos a entender el pueril y sencillo argumento de influencia histórica de Felice Romani, pero unas voces que no responden a las exigencias no salvan del naufragio a un ostentoso buque escénico. Norma, ópera de repertorio donde las haya, regresa al escenario del Teatro Real después de mucho tiempo, pero no de un siglo como asegura el propio coliseo, en lo que se aprecia una cierta amnesia histórica, no sabemos si buscada intencionadamente.


Esta coproducción con el Palau de les Arts y la ABAO cuenta con la dirección del experimentado regista Davide Livermore, director artístico del propio Palau valenciano, que firma una muy audiovisual puesta en escena, ya que en ella adquieren un acusado papel las proyecciones móviles en 3D de elementos naturales como el bosque, el cielo, las brumas o el fuego, que se visionan constantemente en distintos planos del escenario, pese a que llegan a redundar en el hastío y la exageración, y alcanzan visos de auténtica telenovela americana de los 90, pues aparecen con no menor frecuencia imágenes estrambóticas de los tres protagonistas en actitudes amorosas, aguerridas o gallardas, cuando no una ridícula recreación del símbolo de Irminsul, en el que sólo falta que aparezca el temible Sauron cuando Norma golpea el escudo de bronce sagrado irrigando rayos, o inquietantes imágenes oníricas de cierto terror dignas de Cuarto Milenio.

Lo cierto es que, afortunadamente en esta puesta en escena un tanto presuntuosa, los personajes están en su sitio y son lo que efectivamente deben ser: galos, druidas y romanos, con un vestuario entre neohistórico, mitológico y un punto rayano en lo naif. Aunque muy exagerado, quizá el mayor atractivo de la propuesta escénica sea el gigantesco tronco de árbol, abierto y escalonado, que, a modo de gruta, preside el primer término del escenario, y que representa el refugio secreto de Norma en el bosque. Un toque entre tribal y élfico, en forma de oscuros bailarines que extrañamente resucitan a los romanos caídos en la batalla contra los galos, aporta algo de movimiento escénico a esta inmovilista propuesta que funciona pero que satura al espectador ante tanto aporte audiovisual, en muchos casos prescindible y que en muchos casos cae en lo absurdo e irrisorio. Como árboles que no dejan ver el bosque, el concepto de la producción concibe erróneamente a la ópera belcantista per se como carente de interés en lo escénico y/o argumental y por tanto necesitada de apoyar en una abrumadora presencia de imágenes artificiales en movimiento, haciendo con ello esclavo de la imagen al propio espectador.

Norma es verdaderamente una ópera muy difícil de cantar y de llevar a buen término. De las más difíciles de su autor, podríamos decir. Pocas voces hoy en día se atreven con ella, como con la gran mayoría de las obras de repertorio belcantista. En el terreno del segundo reparto (que se rumoreaba era aún mejor que el protagonizado por Kunde-Agresta-Deshayes), el triángulo protagonista se ve lastrado por el tenor, un Roberto Aronica de voz spinto que en verdad hace lo indecible por sacar adelante un Pollione que llega casi defenestrado al tercer acto (y eso que canta poco) apoyado en un canto estentóreo y deslavazado y una voz destemplada que ve estrangulado su sonido en cada ascenso al registro agudo. Por mucha intención y arrojo que quisiera aportar el italiano al insulso pero bello papel masculino del procónsul romano, no extrae más que unas pocas frases de cierto lustre belcantista en las amorosas frases de su dúo con Adalgisa del primer acto: "Vieni o cara, vieni in Roma".

El papel titular de esta ópera es uno de esos miuras vocales que requieren sopranos casi todoterreno, una mezcla de lírico-ligera cuya encomienda vocal no concede tregua alguna para que, cada vez que aparece en escena, la voz sea capaz de correr y fluir con soltura. La soprano norteamericana Angela Meade, pese al estatismo que se la exige en el escenario, plantada en él como el árbol de su gruta, perfila una sacerdotisa de autoridad y carácter en lo teatral, que complementa con una emocionada abnegación. Su soberbia entrada, con el complejo recitativo que antecede al arriesgado "Casta diva", que adorna someramente con una voz algo escasa en morbidez, destila auténtico espíritu de líder carismática. La cantante, de medios excepcionales, posee un instrumento ligero y claro, pero contundente, que coloca filados con acierto y que nada con facilidad en las agilidades y florituras varias, con un más que asentado registro superior, colmado de incisivos agudos, y sabiendo mantenerse firme en el grave, potenciando en su fraseo la matización expresiva. Con justicia, la norteamericana fue la más aplaudida de la noche, al saber conseguir traslucir la entrega del genuino canto belcantista.

Aunque ha sido cantada por mezzosopranos, la tradición viene estableciendo que el noble papel de Adalgisa lo encarne una soprano que difiera en color respecto al de Norma, pese a que se han encontrado ejemplos diversos en los que voces graves y agudas de soprano se han combinado entre sí para dar vida a ambos roles. Veronica Simeoni, con un poso vocal más oscuro que Meade, compone una Adalgisa sentimental y entregada, que discurre por las notas bellinianas con pasmosa soltura y adecuación al estilo cantabile, sin escasear en agudos y aportando interesantes caminos expresivos a su personaje. Su adecuación con Meade en el dúo de las dos mujeres del segundo acto vino a demostrar que el belcanto realmente existe. Muy correcto el anciano Oroveso del menorquín Simón Orfila, que aporta profundidad vocal a un personaje que recuerda estéticamente al Gandalf de El señor de los anillos, y correctísimas las aportaciones de la soprano María Miró en el papel de la sufrida Clotilde. De menor interés resultan las del tenor Antonio Lozano como el lugarteniente Flavio. El coro titular del teatro, aunque inmóvil como tronco, cumple su cometido como druidas y la dirección musical de Roberto Abbado, efectiva pero efectista, abusa de una magnificencia y unos volúmenes orquestales de los que Aronica sale como más perjudicado. En definitiva, una dirección entre ramplona y bullanguera que adquiere una indudable potencia sinfónica, pero que se resiente en su labor de acompañamiento solícito del canto. Como detalle orquestal, del himno de guerra del tercer acto se suprimen en esta interpretación los lentos compases musicales que le siguen y que se escuchan en la obertura.


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