El Teatro de la
Zarzuela, en su afán de descubrir obras inéditas de nuestro
patrimonio lírico, despide temporada con lo que ha dado en denominar Trilogía
de los Fundadores, un novedoso espectáculo en el cual se ofrecen en diferentes días
tres zarzuelas inéditas pertenecientes a tres de los Padres Fundadores de la
zarzuela moderna y creadores a su vez, entre otros, de la Sociedad Artístico
Musical: Joaquín Gaztambide, Pascual Emilio Arrieta y Francisco Asenjo
Barbieri. Por todos es conocido que la participación de estas tres importantes figuras
de la música española fue decisiva para la institución de un teatro lírico
nacional y la consolidación de ese ambicioso proyecto en un teatro físico destinado para
representar el género zarzuela, como llegó precisamente a ser el propio coliseo
de la calle de Jovellanos que ahora brinda este singular y atractivo homenaje a
sus fundadores.
Teóricamente, esta tríada de zarzuelas a descubrir casi completamente por la mayoría del público aficionado (Catalina de Usandizaga, El dominó azul de Arrieta y El diablo en el poder de Barbieri) se presentan con el revestimiento habitual de versión de concierto, pero en la práctica, el teatro ha optado por una versión semiescenificada de cada uno de los títulos, siendo los números musicales apoyados escénicamente por la narración de la trama a cargo de actores. Una idea, la de incluir ex profeso una dramaturgia escénica a cargo de Álvaro del Amo, que se estima novedosa y muy acertada a la hora de ayudar al espectador a seguir el argumento de unas obras de las que prácticamente no tenía conocimiento hasta ese momento.
La zarzuela que ha inaugurado esta trilogía, Catalina de Gaztambide, supone un
auténtico descubrimiento y una partitura a comparar con la obra maestra de su
autor, El juramento, ofrecida la
temporada pasada en este mismo teatro. Lo cierto es que la temática y ambiente
militar de Catalina, estrenada en el
Teatro del Circo de Madrid el 23 de octubre de 1854, supone un soplo de aire
fresco a un libreto de Luis de Olona totalmente convencional, basado en la
ópera cómica L’Étoile du Nord de
Meyerbeer y Scribe; es conocida la práctica habitual de los autores españoles de
mediados del XIX en traducir o adaptar al castellano libretos completos de
obras líricas francesas que habían sido exitosas en su momento. No olvidemos, tal y como señalan las notas al programa de esta trilogía, que la propia temática militar estaba en boga desde el estreno de la ópera francesa La fille du régiment (1840) de Donizetti.
El gusto que se
tenía por los argumentos históricos aquí se vuelve a poner de manifiesto (en
este caso Finlandia, en el siglo XVIII), y el mero hecho del ocultamiento de
las identidades de los dos protagonistas de la obra, el zar Pedro I en
carpintero y su esposa, la futura zarina Catalina, en soldado disfrazado, supone un ingrediente
más para crear el acostumbrado enredo argumental que buscaba el divertimento del público de la época, algo que ha sabido
llevarse de manera especial con un animado ritmo teatral en esta casi completa
puesta en escena que ha redescubierto la zarzuela de Gaztambide al espectador
de hoy.
A modo de paralelismo con otros títulos,
hay que señalar que en septiembre de ese mismo 1854 el propio Barbieri había conferido gallardía
varonil a otra Catalina (en este caso, la mismísima reina de Portugal de
incógnito) de Los diamantes de la corona;
y en otro orden de cosas, el hecho de que muchas obras líricas tendrían en las
décadas venideras como auténticos protagonistas a personajes masculinos
interpretados por tiples travestidas: La
tempestad y El tambor de granaderos
de Chapí o La viejecita de Fernández
Caballero, por citar algunos famosos ejemplos.
Aunque salvando las distancias con su magnífico Juramento, la música que el compositor
navarro destinó para Catalina es sumamente
refinada, elegante y sobre todo muy fresca. Quizá es demasiado aventurado
calificarla de muy inspirada, pero el caso es que deleita y agrada. El
compositor navarro sigue el modelo establecido por Barbieri en su obra que
marca el nacimiento de la zarzuela moderna en tres actos, Jugar con fuego de 1851, y, lógicamente, está revestida de una innegable
estética belcantista, sobre todo en las líneas melódicas de las sopranos,
Catalina y Berta, y en los generosos concertantes. La influencia italiana en la
música todavía era un estadio estilístico difícil de superar hasta que el propio
Barbieri lo conseguiría de pleno en 1874 con el estreno de su Barberillo.
Aunque se manifiesta la talla de un compositor de oficio en
su gran facilidad para crear bellas y refinadas melodías de corte belcantista
destinadas a los personajes de Catalina, Berta o Pedro, es quizá en los ritmos
militares y marciales que impregnan por doquier la partitura de Catalina, donde se halla lo más
atractivo y jugoso de esta obra. Números como el terceto de Kalmuff, Catalina y
Berta “¡Hurra, cosaco!”, los coros de cosacos o la canción y marcha de los
reclutas, dotan de un halo de viveza y virilidad a una obra de temática no exclusivamente
sentimental y amorosa. La importante presencia coral en la obra nos presenta el
mundo castrense unido a los personajes del cosaco Kalmuff y el traidor coronel
de Pedro, Iván; y el mundo aldeano se refleja en Catalina (bellísimo pregón “¡Comprad,
comprad!”), Berta y el coro de cantineras. No falta un toque religioso con el
delicado “coro de educandas”, y el elemento cómico, tan sustancial a nuestra
lírica, se trasluce en la pizpireta pareja de Miguel y Berta, que en un
gracioso dúo se burlan de las brutalidades de la guerra ("Pasó la noche"). Hasta hallamos un
feliz e inspirado brindis (“¡Mirad, cómo chispea!”), entonado por un ebrio Pedro
a punto de ser asesinado por el traidor Iván si no fuera por la providencial actuación
del “soldado” Catalina, algo que acerca esta obra en cierto sentido al amor
conyugal del Fidelio beethoveniano.
Para esta primera zarzuela del ciclo de los fundadores se
contó con la narración del argumento de la obra entre los números musicales a
cargo de Nieve de Medina como Catalina y Karmele Aramburu como Berta, ataviadas
ambas elegantemente con el vestuario de Pepe Corzo, que destina para gran parte
de los cantantes atavíos multicolores que bien podrían ser extraídos de
cualquier cuento de hadas. La narración de ambas actrices preparada por Álvaro
del Amo a la manera de intercambio epistolar entre las cuñadas, sobre los
hechos pasados de los que han sido protagonistas ambas y que se van
presenciando simultáneamente o a continuación por los cantantes en la escena,
mantuvo adecuados niveles de emoción, interés y expectación, aunque ciertos
detalles del libreto resultaron omitidos y otros se tenían que ir deduciendo sobre la
marcha del movimiento escénico.
A nivel vocal, se ha contado con un joven y sólido equipo
que ha hecho las auténticas delicias del público, tanto a nivel escénico como
musical. Si entusiasmaron la desenvoltura en escena y la armoniosidad de las
voces de la soprano Marta Mathéu (hermosísimos filados los suyos) como Berta y
del tenor Eduardo Aladrén como su esposo Miguel, sedujeron más que ampliamente las
del tenor Gustavo Peña en Pedro, con su acostumbrada belleza de timbre varonil
y su cuidado fraseo (genial en el animado brindis) y la soprano Vanessa Goikoetxea,
la más ovacionada de la noche, una Catalina de rompe y rasga en escena capaz de dar vida a un soldado con
mucha hombría, y exhibiendo una recia y espectacular emisión durante toda la función que la
hacía alcanzar los límites de su tesitura con una limpieza y facilidad
asombrosas. Por su parte, muy correctos y con temple los barítonos Javier Franco como el
cosaco Kalmuff y Francisco Crespo como el pérfido Iván. A todos ellos se sumó
un eficacísimo coro titular del Teatro, situado al fondo del escenario, con una perfecta sincronía vocal, cuya
sección masculina lució especialmente al poseer más parte en la partitura. Y por
encima de todo este espectáculo ha tenido (y deseamos que siga teniendo en los dos
títulos restantes) un principal valedor a nivel musical, como es el maestro
José María Moreno, cuya soberbia batuta se mantuvo pulcra y bien definida desde
el foso, sin obstruir en ningún momento con grandilocuencias orquestales el
trabajo de los solistas, y concertando entre ellos de manera espléndida, a pesar de la omnipresencia vocal de Vanessa Goikoetxea.
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