martes, 5 de junio de 2018

"Die Soldaten": dechado de brutalidad

En la escena final de Die Soldaten de Bernd Alois Zimmermann, un descomunal sonido acompasado de pisadas de la soldadesca se escucha cada vez con más fiereza a través de la megafonía del teatro, tras lo que Marie profiere un desgarrador grito (el grito de toda la humanidad contra el horror) al que se suman todos los demás personajes cual pathos de tragedia griega, al unísono de un tremebundo y sostenido acorde disonante que se va extinguiendo en el silencio. El espectador, al concluir la auténtica experiencia de choque que representa esta ópera, que comienza con un preludio instrumental de aspereza tal que le sume ya en el clima de desasosiego que le acompañará en toda la obra, no puede menos de sentir, completamente desolado, un nudo en el estómago, tras la contemplación de tanta miseria humana, de la violencia más descarnada de la que el ser humano es capaz de provocar por medio de la vejación y la violación. Un dechado de brutalidad humana que tiene pocos precedentes en la historia de la ópera y que pone al espectador delante mismo de su propia vileza en una catártica experiencia músico-teatral.


Esta ópera vanguardista estrenada en Colonia en 1965, la única de su atormentado autor, basada en la tragicomedia homónima del escritor de la corriente Sturm und Drang Jakob Lenz, en su día irrepresentable por las múltiples exigencias escénico-musicales que el compositor alemán demandaba, ha llegado a España por primera vez de la mano del Teatro Real de Madrid y con una puesta en escena ya diseñada por Calixto Bieito para la Opernhaus de Zurich y la Komische Oper de Berlín, que le sirve para desarrollar muchos de sus códigos teatrales asociados a su extendida fama de provocador, que se mueve como pez en el agua en dramaturgias y ambientes de una especial sordidez, como es el que nos ocupa. Y es que Die Soldaten mantiene bastante de la esencia teatral que caracterizó al montaje de Wozzeck de Alban Berg, ópera con la que la de Zimmermann comparte múltiples similitudes estilísticas, siendo su modelo referencial. En el caso de Los soldados, la principal traba a la que siempre se enfrenta su adecuada representación es la ubicación de una orquesta gigantesca de 120 instrumentistas, y a la que Bieito opta por situar en pleno escenario, encima de un colosal andamiaje, como una suerte de ejército cuyas armas son los propios instrumentos. Debajo de ellos, el escenario se amplía cubriendo el foso del teatro, donde los cantantes se mueven, apareciendo y haciendo mutis por las galerías de la estructura de andamios.

El reto y el desafío son notables, ya que el director musical, a la sazón Pablo Heras-Casado (que con esta producción continúa atesorando una admirable capacidad para adentrarse en una gran variedad de repertorios heterogéneos), tiene a sus espaldas en todo momento a los cantantes, siendo sus gestos replicados por un eficiente maestro apuntador, Vladimir Junyent, situado frente a los solistas. A pesar de la discutible decisión de trasladar a escena a toda la mole orquestal, que genera de por sí un gran impacto visual, es justo reconocer que gracias a la ingente labor del maestro granadino todos los sonidos de la colorista orquesta plagada de percusión que plantea Zimmermann en su complejísima partitura se consiguen percibir con una claridad notable, una riquísima paleta tímbrica donde conviven diferentes estilos en un collage musical en el que amalgama músicas históricas -como marchas militares, el Dies irae o corales bachianos -con el más ortodoxo lenguaje serial que rige la ópera.

Aun así, se nos antoja que la libertad de movimientos de los cantantes se ve un tanto reducida en la visión escénica del régisseur burgalés, sobre todo en relación a la teoría de la "esfericidad del tiempo" que el compositor alemán introduce en esta ópera como especial muestra de su audacia teatral, en base a la cual, y siguiendo al pie de la letra lo que San Agustín plasma en sus Confesiones, las unidades tradicionales de tiempo, lugar y acción se difuminan, dando lugar a un presente continuo en el que diferentes escenas y planos temporales se superponen, presentándose de forma simultánea, y cuyo cúlmen es la escena final del acto cuarto de la ópera, en la cual le resulta bastante complicado al espectador discernir claramente todas y cada una de las escenas temporales al presentarse al mismo tiempo 17 cantantes en el escenario, en un maremágnum un tanto caótico y enmarañado. Bieito prescinde en su propuesta de dobles y bailarines exigidos, descarta mostrar el hongo nuclear del final como metáfora de la Guerra Fría del momento y hace por contra un uso muy libre de las pantallas de vídeo, en las cuales va mostrando o congelando, con interés mayor o menor, imágenes en tiempo real o en relación con la acción, o acciones paralelas, representadas en el escenario. Es especialmente a Marie a quien Bieito se recrea en subrayar visualmente en los plasmas, poniendo en ella la atención continua.


En esta obra coral la función se sostiene por unos artistas polifacéticos y sumamente entregados, que han hecho suyo el dificultoso y continuo canto declamatorio alemán (con abundancia de sprechgesang) y las tesituras elevadísimas de la obra. Un reparto que oscila en torno a la sensacional aportación de la soprano danesa Susanne Elmark como la protagonista (esa otra Marie, descendiente creativa y natural de la de Wozzeck), personaje cándido e inocente al principio que experimenta una progresiva degradación hasta convertirse en una "puta de soldados", como el texto refiere en boca de los militares que la llevan a su perdición más execrable. Elmark hace más que cantar, actuando de mil maneras, saltando, contorsionándose, arrastrándose por el suelo, siendo vilipendiada por los soldados, hasta ese tremendo y electrizante final en que es violada brutalmente por el montero del oficial Desportes y, semidesnuda, la contemplamos, sin poder dejar de mirar ya, extasiados, e imbuidos de tanta brutalidad, cubierta por entero por un gran reguero de sangre.

Todo el elenco acompañante consigue crear las condiciones propicias para que esta ópera no deje indiferente al espectador más impasible: rotundo Wesener de Pavel Daniluk como su padre Wesener, soprano Julia Riley como una abnegada Charlotte, hermana de Marie; modélica aunque breve la aparición de la veterana mezzo Hanna Schwarz en una senil abuela de Marie; tremebundo el Stolzius del barítono Leigh Melrose (a quien se pudo ver en el reparto de la precedente Gloriana de Britten), atenta como su madre la mezzo Iris Vermillion, y embaucador y sibilino como Desportes el tenor Martin Koch. Mención especial requieren la soprano Noëmi Nadelmann como una histriónica y manipuladora Condesa de La Roche, y el padre Eisenhardt interpretado por Germán Olvera, el capellán castrense que discute el machismo de los soldados y que declama sobre la nota Re el Pater Noster en la escena final desde una estructura superior, a la manera de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote.

En suma, Die Soldaten supone una descarga eléctrica que deja al oyente agarrado a su butaca desde el inicio hasta el final de la representación, una experiencia operística llena de intensidad y sumamente realista que el Teatro Real ha dado la oportunidad de descubrir a todo aquel osado espectador que se atreviese a enfrentarse cara a cara al horror humano, haciendo a la vez justicia a su compositor del que se cumple en el presente año el centenario de su nacimiento.


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